Acabo de conocer a un hombre maravilloso, es de ficción, pero no se puede tener todo... (Cecilia, La rosa púrpura del Cairo)

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Mitos del origen: El hombre que mató a Liberty Valance


Año 1962
País: Estados Unidos
Duración: 123
Dirección: John Ford
Guión: James Warner Bellah y Willis Goldbeck (basado en la historia de Dorothy M. Jonson)
Reparto: James Stewart, John Wayne, Lee Marvin, Vera Miles.

John Ford siempre ha sido un director controvertido. Por suerte parece que los sectores de la crítica que cuestionaban el valor de su obra desde criterios casi siempre ideológicos han ido quedando arrinconados con el tiempo. Si bien despreciar la obra de este director por su presunto conservadurismo me parece una actitud tan ilegítima y corta de miras, como cualquier pensamiento moralista totalitario, que no merecería siquiera consideración; creo que cabe decir que parte de una comprensión muy superficial e incompleta de la filmografía de Ford. No es fácil comprender su pensamiento siempre paradójico como se refleja en su forma de jugar con su imagen pública pero, sobre todo, en sus obras. Para quienes le acusan de racismo está Sargento Negro, para quienes le acusan de machismo está el interminable desfile de heroínas valientes, inteligentes y resueltas que podemos apreciar en sus películas, para quienes reducen su cine a un mero entretenimiento en tanto que cine de acción sólo puedo decir que sus películas son de las primeras que elevan al cine a la profundidad del gran arte y las ideas que las fundamentan llevan a cuestionamientos análogos a los de las tradiciones de la épica y la tragedia griegas como trataré de mostrar aquí .

Gran parte de estas críticas provienen de Europa por lo que adolecen de cierta parcialidad. Si bien se considera la cultura occidental como un todo hay una gran diferencia entre Estados Unidos de finales del XIX y la Europa contemporánea, especialmente en lo tocante a la consideración del concepto de nación y sus implicaciones, que hacen difícil clasificar el western en el imaginario europeo. Donde nosotros vemos (paradójicamente considerando nuestra historia) la masacre de un pueblo inocente muchos americanos veían la realización de su destino manifiesto (nombre que se le dio a la doctrina política que justificaba la conquista), un destino que consistía en la expansión de una cultura frente al salvajismo, un destino a cuya realización se sacrificaban muchas vidas. Como toda historia de civilización que conquista lo salvaje, la del oeste está llena de historias épicas y de personajes que se funden con lo legendario, que vencen a los enemigos y a los elementos, asesinos con cifras hiperbólicas de víctimas, travesías por el desierto, … En resumidas cuentas, el oeste es un mito, su verdad es aún discernible históricamente dado lo reciente de esta época pero, aunque la historia muestre una serie de hechos inmorales y brutales, el mito siempre sigue mostrando su faceta fascinante.

Es aquí donde entra en juego el arte. El western es una elaboración del mito, una elaboración artística y el valor que pueda conservar todo mito como tal está en esa clase de manifestaciones. Los mitos dionisíacos no tienen un valor religioso o vinculante para nosotros pero si tiene un gran valor Las Bacantes de Eurípides, por ejemplo, y también lo tiene Dionisos como símbolo (hoy en día tiene mucha vigencia de las formas más variopintas). Es éste uno de los sentidos en los que El hombre que mató a Liberty Valance entronca con la tragedia griega. Lo interesante en concreto (como elaboración particular del universo mítico del western que es) es ver qué es lo que, dentro de ese mito del lejano oeste, defiende Ford y cómo lo defiende.

La película cuenta la historia de Ransom Stoddard (James Stewart) un senador que vuelve a un pueblo llamado Shinbone al funeral de un amigo, a raíz de la pregunta de un periodista tiene lugar un flashback. Comienza con su primera llegada al pueblo tras haber sido atracado. Stoddard es una persona pacífica y civilizada, se niega a llevar armas y confía siempre en la ley. Desgraciadamente para él va a parar a un pueblo atemorizado por Liberty Valance (Lee Marvin). En el pueblo Stoddard conoce también a Hallie (Vera Miles) y a un ranchero llamado Tom Doniphon (John Wayne) muy diferente a él pero con firmes convicciones morales. Con éste mantendrá una tensa amistad. Una vez en el pueblo, Valance se dedica a hostigar al abogado hasta que, harto, acepta un duelo con el forajido. Stoddard vence el duelo milagrosamente a pesar de no haber empuñado jamás un arma. En ese momento se convierte en un héroe, lanzando así su carrera política. Pero Doniphon le revelará que fue en realidad él, escondido en las sombras, el hombre que mató a Liberty Valance.

Dentro de esta trama lo que Ford defiende está encarnado en Stoddard. El personaje de James Stewart es el verdadero triunfador de la película y a través de él Ford apuesta por la civilización en el sentido más elevado que se le pueda dar al término. Stoddard es honrado, recto, pacífico y racional, en la película (a pesar de ser el relato de su fraude inicial) se le muestra como la persona que cualquiera elegiría para senador y no podemos decir que su cargo sea injusto. El héroe, sin embargo, es realmente Doniphon, el personaje que lleva a cabo la hazaña y que como el “héroe” de cualquier epopeya desde el Éxodo hasta El señor de los anillos queda privado del disfrute de la obra de su vida que, sin embargo, lega a la posteridad. Doniphon es aún más heroico porque cede voluntariamente su parte de gloria a otro que, por así decirlo, todos saben que la gestionará mejor. Este es el personaje que más conmueve. Así pues la apuesta de Ford es de nuevo paradójica, apuesta por la civilización, por la no violencia, por lo contrario de lo que parecen defender sus historias. Sin embargo el héroe es un personaje violento y, muchas veces, brutal. Doniphon es un buen soldado que, una vez “pacificada” la tierra, cede el sitio al político, es el soldado que lucha por una causa justa y cuya tarea es únicamente el combate. Ford introduce así su fascinación por la violencia, una fascinación que tiene más que ver con reconocer el valor del soldado raso que con la gloria de las naciones, con la capacidad moral del ser humano por insignificante que sea, ante las situaciones extremas.

Sin embargo, a pesar de las analogías con la epopeya clásica, Ford relee el mito del oeste cada vez que se acerca a él y éste es uno de los casos más significativos. Calificado de western crepuscular por la fecha de su realización, por su ambiente y por sus personajes la película acomete una de las más profundas revisiones del mito civilizatorio. Es la civilización la que triunfa y la que debe triunfar pero a costa de un hecho sangriento. Es éste asesinato el que lanza la carrera de Stoddard y el que le convierte en un héroe. Al final de la película mientras Stoddard y su mujer se alejan de Shinbone en tren (un símbolo del progreso en los años que median entre la llegada de Stoddard y el funeral), el abogado le pide fuego a un revisor que se lo da diciéndole “no puedo negarle nada al hombre que mató a Liberty Valance” ante lo cual Stoddard hace un gesto de descontento. A pesar de su desagrado será siempre recordado por eso.

A partir de aquí, como en toda gran película, se abren muchas preguntas. ¿Qué significado tiene que nadie valore a Stoddard, un hombre valioso de por sí, hasta que se le atribuye un asesinato que ni siquiera ha cometido? ¿Trata Ford de dar a entender que la civilización sólo avanza con violencia? ¿O qué la mayoría de la gente no es capaz de apreciar a las personas valiosas (siendo esto lo que hace necesaria la violencia)? La obra de Ford se revela así profundamente misantrópica. Su mundo parece lleno de malos y sólo algunos buenos especialmente capaces pueden abrirse camino; eso sí, no será fácil. Al final persiste el bien, pero el bien nunca es puro, siempre queda cuestionado. No hay nada de ingenuo en Ford y aunque algunos moralistas de la democracia no quieran asumirlo es cierto que el sistema no facilita que el bueno o el válido triunfe de forma directa y clara; esa es su mayor falla. Ford reconduce así el mito del western y, a la vez que defiende la civilización como legado, revisa las raíces de su mito fundacional. Extrapolándolo, tal vez de forma excesiva, Ford muestra como la arrolladora civilización americana tiene los cimientos sangrientos.

Ésta idea no es nueva, ya en 1921 Walter Benjamín escribió en su escrito Para una crítica de la violencia que todo gobierno, toda institucionalización del poder se legitima desde un hecho violento. Desde un hecho que cambia las relaciones de poder sometiendo a algunos que estaban en el poder y encumbrando a otros que estaban hundidos. Las ramificaciones de esta idea se extendieron de múltiples formas y dieron pie a la crisis de las democracias que condujeron a la Segunda Guerra Mundial. Si bien 40 años después Ford no pretendía exaltar un gobierno totalitario ni darle un fundamento teórico la idea seguía requiriendo atención, pero la película de Ford parece llevar a otra cosa. El origen es mítico, es un periodo lleno de leyendas que expresan conflictos entre personas, clases, razas o pueblos; el origen de Stoddard es un fiasco en ese sentido. Sin embargo la película muestra a las claras la capacidad de Stoddard para llevar a cabo su tarea; esta última idea es la que, para mí, da la clave de la apuesta de Ford. A diferencia del caldo de cultivo que generó el auge del totalitarismo en el periodo de entreguerras Ford no está obsesionado por el origen. El ascenso de Stoddard está legitimado por su carácter y es su carácter lo que hace su origen problemático (aunque sea sólo para él). La paradoja y la falta de pureza son características humanas y Ford se centra en las personas y no en las ideas. Puede que algunas convicciones morales de los personajes se puedan cuestionar desde algunos puntos de vista pero veo poco totalitarismo en apostar por la capacidad individual de los seres humanos y por los hechos que la demuestran antes que por cualquier vínculo míticamente justificado como la raza, la nación,... Podríamos decir para concluir algo que la historia debería habernos enseñado ya: el origen puede ser superfluo, el camino no.

viernes, 29 de octubre de 2010

Diez películas sobrevaloradas



Con afán polémico y sin ningún sistema:

A) Las que cambiaron la historia del cine. Malas películas a las que debemos estar agradecidos:

- Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941): No me resulta una mala película pero un día me pregunté por qué se considera tan buena. Aún no tengo una respuesta. Muchos planos bonitos pero un guion que no pasa de bueno. Shakespearismo popularizante wellsiano.

- El Acorazado Potemkin (Serguei Eisenstein, 1925): Es, al igual que Octubre, un panfleto sesgado. Eso acaba prevaleciendo aunque queden retales en el imaginario. La escalera de Odessa, la técnica de montaje... Bastaría una selección de escenas para saciar la curiosidad historiográfica.

- Ocho y Medio (Federico Fellini, 1963) : Me gusta Fellini pero aburren sus excesos de autocomplacencia y son poco creíbles sus lamentaciones de genio infiel que tiene demasiadas mujeres para poder elegir una. Si fuese el productor que financia la plataforma de lanzamiento acabaría con el ilustre director.

- Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959): Otra revolución innecesaria. Ni es ficción ni es realidad y aburre más que ambas. Su interés primordial es el anecdotario con el que se adorna la fría historia de amor, tan fría que adormece.

- Al final de la escapada (Jean Luc Godard, 1960): Como gran parte de la Nouvelle Vague, y sobre todo Godard y Bresson, la veo más centrada en romper esquemas que en crear arte. A pesar de la encantadora estética parisiense y el gesto martini de Belmondo muchas perlas no hacen un collar.

- La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971): Espectacular estética y refinadísima dirección; personajes planos, historia demasiado obvia. Buena herramienta didáctica para explicar el conductismo porque hasta un quinceañero lo entiende. Carece de la profundidad de las grandes obras de Kubrick (Sobre todo 2001, Senderos de Gloria y Teléfono rojo)

Los cánceres recientes, más peligrosos porque aún tienen toda su fuerza en muchos sentidos. Además no han aportado gran cosa.

- Amelie (Jean- Pierre Jeunet, 2001): El más aclamado y efectista bodrio de uno de los perpetradores de Delicatessen. Los pequeños placeres de la vida se diluyen en el gran goce de meter una mano en un saco de lentejas y vivir en un esquizofrénico mundo de banales fantasías. ¡Qué bonito! De las que más miedo me da, es sorprendente como las Amelies han invadido las ciudades aunque con una sonrisa histérica de realidad.

- 2046 (Wong Kar Wai, 2004): ¿Por qué? ¿Por qué el director de películas maravillosas como Chungkin Express, Happy Togheter o In the mood for love cae en este autoplagio vacío? Un ejemplo de como una película puede dañar retroactivamente las que hemos visto antes y hacerlas sospechosas.

- La vida es bella (Roberto Bennigni, 1997): Una peligrosa frivolización de mensaje cercano. Ni la "magia de la fantasía" puede convertir Auschwitz en un juego y no es conveniente olvidarlo. El propio Chaplin dijo que de haber sabido del holocausto no habría filmado El Gran Dictador. No creo que sea el mejor lugar para ambientar una comedia familiar.

- Tierra y Libertad (Ken Loach, 1995): Cuando el director inglés se aleja de las historias de la clase obrera inglesa suele perder su frescura. Ejemplos son Ladybird, Ladybird o la canción de Carla además de Tierra y Libertad. Ni la selección de actores aficionados que tantas sorpresas positivas da en otras de sus películas funciona. La épica de la causa diluye el peso de la historia.

jueves, 28 de octubre de 2010

Fanny y Alexander: No sólo por el placer


Año 1982
País: Suecia
Duración: 197
Dirección: Ingmar Bergman
Guión: Ingmar Bergman
Reparto: Gunn Walgren, Ewa Froeling, Jarl Kulle, Erland Josephson, Allan Edwall, Boerje Ahlstedt, Mona Malm, Gunnar Björnstrand, Jan Malmsjö, Mats Gergman, Bertil Guve


Ingmar Bergman es, para mí, el mejor director de la historia del cine. El título de este blog, así como la foto que lo acompaña son un homenaje a él. Quizás es por esto por lo que aún no me he atrevido a comentar ninguna de sus películas. ¿Por cuál empezar? Tratándose de un director cuyas películas “malas” son excelentes, resulta difícil resaltar una sola. Así que me he decidido por la primera que vi: Fanny y Alexander.


Fanny y Alexander fue originalmente una serie de televisión que después se adaptó a largometraje. Cuenta la historia de dos hermanos y de su familia, casi todos gente de teatro. Tras el fallecimiento de su bondadoso marido la madre de los hermanos decide casarse con un pastor protestante, esto producirá un cambio en la vida de los niños. El padrastro impone sus estrictas normas desde el principio, trasladando a la familia a su austera casa donde él y sus hermanas imponen su disciplina de manera férrea. Al final de la historia los niños consiguen huir de ese oclusivo ambiente que terminará, o eso parece, con la muerte del pastor. Se trata pues de una película acerca de la infancia, una de las más maravillosas así como una de las más terribles y de las más íntimamente bergmanianas.

Bergman decía que miedo es el principio de toda obra de arte y nos atreveríamos a añadir que la infancia es el principio de todos los miedos. Algo que nos permite pasar a un plano más personal de análisis si lo cotejamos con la vida del director sueco. Si bien la dimensión biográfica de una obra debe ser lo menos importante en tanto que sólo puede ser rastreada por los conocedores del autor convirtiéndose, en el peor de los casos, en una forma de egolatría artística (pondría como ejemplo de esto la, para mi, sobrevaloradísima película Ocho y Medio de Fellini), en Fanny y Alexander es muy esclarecedora de las intenciones e incluso del pensamiento estético del director sueco. En este caso, además, nos vemos impelidos a ello ya que contamos con unas interesantísimas memorias que dieron título a este blog y que arrojan luz sobre este periodo de la vida del autor.


Podemos ver al leerlas como la película es producto de recuerdos biográficos del director y gran parte de las escenas son claramente reflejo de hechos de su infancia, los azotes del pastor, las fiestas de navidad, la fascinación por el teatro, los dioramas, la linterna mágica, etcétera. Aunque aquí me quiero centrar en una ya que aparece claramente desfigurada: el padre. No cabe duda de que el pastor es un trasunto del verdadero padre del director, pastor luterano también él. En este caso hay una cosa que debe llamar la atención, la distancia. Bergman apenas se aleja de su biografía más que para crear un primer padre bondadoso, se sumerge y se recrea en una familia paterna en la que el niño Alexander recibe cariño y comprensión. La pregunta que me surgió al leer las memorias, en las que se hacía evidente esta transposición, fue acerca de la necesidad de ese alejamiento que será el que generará realmente la obra alejándose así del mero recuerdo y traduciéndolo y vertebrándolo. Para ello tengo una respuesta tentativa.

Toda obra de arte surge del miedo, decíamos, y probablemente toda la cultura surja de él. Sin embargo surge como producto de la necesidad de alejar o espantar ese miedo, de tomar distancia y tratar de alejar lo temible. La cultura sería una construcción compleja que permite al ser humano alejarse de una realidad que le depara una vida escasísima y extraordinariamente limitada en conocimientos en medio de la inmensidad del tiempo y el espacio. Así el hombre se sumerge en la cultura (en sentido amplio) y habita en ella como en una segunda naturaleza, por usar las palabras de Kant (La idea no es novedosa, gran parte de la filosofía de los últimos 150 años se ha preocupado de este tema). Y es así como surge un arte del miedo a través de la distancia, la estilización artística del mismo miedo y mi idea es que todo Fanny y Alexander parte de los miedos de la infancia concreta de Ingmar Bergman y la transposición de padre en padrastro es una muestra de la forma en que se trata de alejar de ella.

Sin embargo toda gran obra de arte es sincera y ésta lo es a pesar de los artificios. Es por ello que los miedos se muestran como miedos vivos, irracionales y confusos, sólo expresables por símbolos o metáforas, ya que un miedo, por definición y mientras sea tal al menos, no se entiende y no se explica con conceptos. Por eso en Fanny y Alexander Bergman incluye un elemento simbólico: los fantasmas. Éstos son recurrentes en su filmografía y aunque no son del mismo tipo, suelen representar algo que vuelve del pasado o el anuncio de una desgracia por venir. Algo que siempre produce cierto temor aunque sea fascinante, algo intraducible.

En este caso la película está enmarcada por fantasmas y apariciones. Comienza con un signo de lo que está por venir: una estatua que se mueve y la muerte que arrastra su guadaña por la alfombra del salón vacío, sólo para los ojos de Alexander. Esto anuncia la trama, la muerte del padre, el fin de la felicidad, el cambio de un ambiente lujoso y artístico por la castrense vida bajo el pastor, etcétera. A su vez, al final de la película, aparece otro fantasma más interesante. Mientras Alexander se aleja libre al fin del pastor, recuperando a su antigua familia paterna, cuando la película se encamina hacia un final feliz y lleno de alivio, algo vuelve del pasado por la espalda y a traición, un solo instante, antes del final. No especificaré más aunque se puede deducir qué es.

Este último fantasma cierra la trama pero permite abrir otra dimensión de interpretación. ¿Qué quiere decir? ¿Es sólo la incapacidad del depresivo director para acabar con un final feliz? Posiblemente sí, aunque esto tiene una razón de ser. La cultura no puede extinguir el miedo, sería su fin en tanto que se alimenta de él, por eso el miedo vuelve al final porque el miedo; el que aprende Alexander en su infancia o el que se nos muestra cada día, siempre estará ahí, la cuestión es como lidiar con él. Siguiendo la “traducción” biográfica de la película, Bergman- Alexander y mirando la filmografía del sueco es evidente como éste alimenta sus obras de sus miedos más cercanos: la soledad, la locura, la vejez, la muerte, el desamor, pero es quizá en Fanny y Alexander dónde está su concreción primigenia, por así llamarlo, su vertiente más personal, uno se atrevería decir su psicoanálisis personal. Su intento de exorcismo no acaba del todo bien porque la cultura ahonda en el miedo muestra su más descarnada realidad y aunque el curso de las cosas sea hermoso al final siempre vuelve a mostrar su cara transfigurada pero la misma. Por eso sigue ese ciclo. Esto se puede ver claro en la historia de la humanidad, se puede ver como la cultura ha desvelado la realidad, ha ido mostrando la pequeñez del hombre y la inmensidad del universo, su escaso valor moral y como, a su vez, esta cultura ha mantenido vivos a los hombres, ha alargado sus vidas, mejorado sus condiciones, les ha dado lo poco de lo que pueden enorgullecerse los seres humanos, su carácter distintivo.

Fanny y Alexander no trata de decir sólo eso pero las ideas de Bergman no pueden andar lejos, por eso la leyenda sobre el diorama de un teatro que Alexander observa al comienzo de la película reza algo bastante extraño, para un juguete infantil pero bastante alegórico si se piensa en lo que antes se ha dicho de la cultura
: No sólo para el placer.

martes, 19 de octubre de 2010

CINE ESPAÑOL II: UNA EXCEPCIÓN


Hace poco me preguntaba por qué el cine español parecía carecer de verdaderos autores de talento, o por qué éstos no brillaban lo suficiente. El ejemplo de la que, para mi, es la mejor película del cine español puede ser, en algún sentido, ejemplar de este problema. Arrebato es una obra maestra dirigida por Iván Zulueta en 1979, la trayectoria de esta película y su director desde el momento del estreno hasta hoy es, seguramente, una muestra de la atención que se le depara en este país a determinado tipo de cine y de arte en general. Durante años la película era prácticamente imposible de encontrar y su mito fue acrecentándose en la sombra. Cuando 25 años después de su estreno algunos pudimos acceder a ella gracias a la televisión digital (en mi caso a las 3 de la mañana de un viernes) este mito había comenzado a decaer. Iván Zulueta, por su parte, no dirigió ninguna película más (de hecho tan sólo había dirigido un peculiar film pop a lo Richard Lester en los sesenta llamado Un, dos, tres al escondite inglés que recomendaría a cualquiera que tenga interés en la música psicodélica española). Algo similar sucedió con Will More. Seguramente no se le puede culpar de esto únicamente a la industria del cine español pero no deja de resultar sintomático, y es que éste no se preocupa por cosas que no tengan un tinte localista salvo que sean taquilleras, por lo que la vocación underground de estos artistas se ve reforzada por obligación ya que ha sido imposible asumirlos por el absurdo establishment. Y ese es el grave problema de Arrebato; no se acerca a nada de lo que se suele ver y etiquetar bajo el nombre de cine español. Cuestión que resulta curiosa cuando se habla de una película que surge de la Móvida madrileña, origen de muchas de las manos que dirigen la industria del cine local.

Arrebato es una extraña y profunda obra maestra en la que se evita cualquier tipo de contenido didáctico o aleccionador. Se puede interpretar como una apología de las drogas (una interpretación estrecha de miras), como una alegoría del verdadero artista entregado, una descripción del diletantismo o como una película fantástica. Tiene algo de todo eso pero, puestos a sugerir una, me parece una historia de la inocencia perdida.

La película cuenta el encuentro del mundano director de cine de terror José Sirgado (Eusebio Poncela) adicto a la heroína con el “infantil” Pedro (Will More), el primo de una novia, que vive encerrado en el caserón de su madre rodeado de siniestros juguetes. Éste se dedica a filmar películas indiscriminadamente en los terrenos del caserón, películas que luego ve con gran insatisfacción. El personaje le resulta intrigante a Sirgado que repite el viaje regalándole un temporizador para su cámara. Con este artilugio Pedro expande sus horizontes y se traslada a Madrid. Allí comienza a llevar una vida de excesos que, según el personaje, “le alejaban de su objetivo”. Esto cambia cuando se deja la cámara conectada una noche mientras duerme y, al revelar la película, ve un fotograma rojo. En paralelo a esto la película expone los problemas del protagonista, impotente por causa de la heroína, y su novia Ana (Cecilia Roth).

De este modo se muestra como los personajes lidian con el conflicto entre sus deseos y la realidad. El personaje de Poncela se relaciona con la realidad de una forma, aparentemente más sana que Pedro, aunque ello conlleve una adicción a la heroína que parece ser el único medio de “arrebatarse” que le queda. Por otra parte Pedro es un integrista cuyos ideales no han sucumbido, ve gigantes en lugar de molinos de viento y se enfrenta contra ellos(siguiendo una imagen muy castiza). Todo en él va contra la lógica, la droga le serena, le convierte en una especie de degenerado hiperviril, opuesto al aniñado y afeminado Pedro sereno, se podría decir que Pedro está loco.

En el proceso el realista (un director de cine de terror) admira al integrista por ser capaz de llevar a cabo lo que él no ha podido hacer y es espectador de cómo el integrista se autodestruye. Las salidas son crueles siempre, o bien morir noblemente o bien vivir con componendas y mala conciencia. La realidad y el deseo se enfrentan. Ante esta tesitura el realista admira el destino heroico del idealista y se somete a él dando lugar a uno de los mejores finales de la historia del cine y una de las más complejas, poderosas y elaboradas metáforas visuales que no voy a describir.

La metáfora es la clave, no sólo la final sino la película entera. Arrebato es una gran metáfora, porque es una metáfora legítima, es una metáfora que no es traducible porque excede lo que se podría decir con una aproximación directa: antes de formular una metáfora debería ser un acto de dignidad preguntarse por qué no se dice el referente directamente; enmascararlo o embellecerlo es simplemente una artimaña. Una metáfora es necesaria cuando se alcanza el punto de lo que excede a la mera expresión, cuando decirlo con otras palabras es traicionar la esencia de lo que se quiere decir. Por eso es tan pobre lo que se dice de Arrebato aquí, porque no es traducible. Cualquiera que haya visto la película piensa en escenas, los carteles de cine mientras Sirgado conduce por la Gran Vía, el baile de Cecilia Roth disfrazada de Betty Boop, el montaje de imágenes música que siguen a la salida de Pedro del caserón rumbo “al mundo” que se cortan por culpa de un disco rayado (que nos devuelve a la realidad del piso del personaje de Poncela), el paseo callejero nocturno de Pedro con sus amigas, u otras muchas de las que no doy cuenta, y así es. Arrebato es una constelación, una alegoría inaprensible que permite volver a ella desde muchos puntos de vista, una película redonda, una obra maestra realizada por actores y técnicos españoles con capital español.

Se hace, por tanto, buen cine en el estado español pero la etiqueta marca la pauta. Incluso directores premiados por la academia como León de Aranoa o Alex de La Iglesia (su director) han dirigido buenas películas, pero la etiqueta necesita un relleno y mientras el relleno sea el que es y no se abra a otras tendencias e ideas, tratando de exportar más Celdas 211 o Ágoras. El verdadero cine conlleva sufrimiento, por eso Zulueta no volvía a ver Arrebato pero, según él, no fue la única razón por la que no pudo dirigir más.

lunes, 11 de octubre de 2010

Fitzcarraldo: Lo inútil y lo terrible.



Año 1982

País: Alemania- Perú

Duración: 157

Dirección: Werner Herzog

Guión: Werner Herzog

Reparto: Klaus Kinski, Claudia Cardinale, Miguel Ángel Fuentes, Paul Hittscher, José Lewgoy

A finales de los años sesenta el cine alemán, que no había dado demasiadas películas importantes desde el final de la República de Weimar y la desbandada de sus grandes genios, resurge a través de directores como Völker Schlöndorff, Rainer W. Fassbinder, Wim Wenders o Werner Herzog recuperando prestigio internacional y respeto de los críticos. De entre estos heterogéneos directores es, para mí, este último el que desarrollará una forma más personal y profunda de entender el cine.

Herzog es, sin duda, un personaje. Criado en una aldea de Baviera no tuvo idea de la existencia del cine hasta los doce años y hasta los diecisiete no hizo su primera llamada telefónica. Recorrió Europa a pie durante su adolescencia. Y desarrolló una técnica cinematográfica extraña y autodidacta. Werner Herzog es también uno de los directores más cultos y filosóficos de la historia del cine. Es por ello uno de los pocos directores, quizás junto a Ingmar Bergman, capaz de escribir libros maravillosos.

Es por ello que se agradece la reciente publicación de los diarios de rodaje de Fitzcarraldo titulados La conquista de lo inútil. Este libro es según Herzog “lo mejor que ha hecho” algo que es, seguramente cierto. No sólo porque permita apreciar y valorar mejor la película sino porque pone al descubierto la, por así llamarla, concepción filosófica del cine, de su labor y, en definitiva, de la vida que le ha tocado vivir. Más allá de las anécdotas divertidas o angustiosas narra el tour de force creativo que supuso la realización de una película en el Amazonas y los esfuerzos tan titánicos como absurdos por trasladar un barco desde el río Camisea al rió Urubamba atravesando una montaña.

Las motivaciones de Herzog pueden no ser, desde algunos puntos de vista, adecuadas y a veces tiene una actitud un tanto cuestionable hacia algunos de los indígenas que se jugaron la vida en esa tarea. Sin embargo, la profundidad de la obra estriba en que muestra de la necesidad humana de rodearse de lo inútil, de acometer tareas que carecen sentido en nombre de ideas que transcienden la mera supervivencia, tareas que conducen a situaciones terribles y, muchas veces, a la muerte incluso. En cierto sentido esta es la tarea de todo lo que se ha considerado arte, una hermosa inutilidad con la intención, aunque sea mediada política o religiosamente, de transmitir ideas o de expresar aquello que queda en los márgenes de la racionalidad humana. Casi siempre que este arte ha sido grande ha requerido, de una forma u otra, sufrimiento.

Esto se aprecia al comprender como la película se funde de una manera calculada con la realidad. La historia de Fitzcarraldo pasando un barco a través de la montaña para comerciar con un caucho que le permita conseguir el dinero para llevar un teatro de ópera a la jungla se funde con los problemas logísticos de la producción y con el empeño de Herzog de hacer pasar efectivamente un barco sobre esa montaña. Este, por así decirlo, realismo consiste en tratar de filmar los extremos más fantásticos de la realidad, para ello lleva al equipo y a si mismo a situaciones francamente límites. Puede entenderse la necesidad que el director alemán tiene de crear a su alrededor un caos para generar arte con una frase que suele decir: “me interesan más los defectos que la parte buena de las personas, nuestro aspecto amable es igual para todos, pero en los defectos es donde se conoce la verdadera naturaleza de las personas”. Por eso todo su cine (hasta sus documentales) surge de situaciones extremas y de personajes extremos, donde estallan los aspectos más ocultos de la personalidad, por eso la música, los personajes, los guiones, incluso las localizaciones se mantienen en un sutil equilibrio entre el sueño y la locura. Ese es el realismo y esa es la crudeza del cine de Herzog.

martes, 5 de octubre de 2010

Cine español I: La etiqueta




El cine español lleva muchos años tratando de constituirse como una etiqueta comercial. La intención profunda de esto no es otra que la de obtener mejores réditos económicos y darse a conocer en el mundo entero. Esto se ha traducido en campañas, declaraciones de artistas y políticos, etcétera. La idea en si no tiene, aparentemente, nada de malo pero el fracaso de la estrategia es notable y patente. Cabe preguntarse por qué.

En primer lugar la etiqueta ya de por si es peligrosa. El uso de esta clase de llamadas conlleva siempre un nacionalismo encubierto. Cabe recordar un viejo anuncio en el cual Antonio Resines (emblema de la españolidad más tópica y rancia en los Serrano) discutía con su joven hijo que prefería la música y el cine americano al español. El hijo finalmente acababa pidiéndole a su padre un poco de jamón serrano algo que Resines considera contradictorio. Conclusión: Resines manda a su hijo a comer hamburguesas. El argumento de fondo es que uno debería ir a ver cine español porque lo español es lo. Este absurdo argumento siempre está detrás de cualquier campaña a favor de una industria nacional y en España, por razones históricas, es menos efectiva que en casi cualquier otro país.

Por otro lado las etiquetas no son siempre vacías, ni siquiera las nacionales. Uno comprende que se quiere decir con cine francés, cine japonés, incluso cine sueco o cine iraní. En este sentido la etiqueta cine español es más dudosa. Sobre todo porque nunca ha existido una corriente o escuela significativa dentro del mismo si soslayamos la españolada (de la cual los actuales responsables del cine producido en España dicen que quieren huir).

Pero ¿cómo se define a si mismo el cine español? A mi gusto y a diferencia de las anteriores la etiqueta carece de toda intención que no sea comercial y en este sentido trata de competir con el cine americano, y es ahí donde pierde claramente la partida. El cine español parece definirse contra la megaindustria americana y lo hace mediante dos claras estrategias: el enfrentamiento frontal o la vía de lo que podríamos llamar, con sus perpetradores, “lo nuestro”.

El enfrentamiento frontal es sin duda la peor de las estrategias. Si el enemigo es el cine americano (que parece limitarse a las superproducciones de Hollywood para los defensores del cine español) no tiene sentido tratar de competir en sus mismos términos. Superproducciones como Ágora de Alejandro Amenábar con actores americanos ampliamente financiadas por el estado demuestran que el resultado es igual de malo o aún peor porque tratan de ser además profundas convirtiéndose en panfletarias. A esto se añade la devoción que debemos sentir por actores como Penélope Cruz o Antonio Banderas (el caso de Javier Bardem es claramente distinto) que han decidido hacer carrera en Hollywood en películas como Asesinos, Spy Kids, Bandidas o Gothika representando allí el cine que combaten aquí; por no hablar de otras incursiones menores como las de Elsa Pataky o Paz Vega.

La búsqueda de lo nuestro puede parecer una mejor solución pero no lo es. En primer lugar porque comercialmente apenas deja un espacio que, sin embargo, tampoco es aprovechado. El por qué de esto último es la razón de fondo. Como decía antes pensar en cine francés o japonés nos puede remitir a una serie de clichés salidos de la imagen que nos hacemos de dichas naciones, sin embargo si han logrado hacerse un hueco comercial y cultural aunque sea marginal esto se debe a que en primer lugar se ha valorado la calidad artística. Esto produce un efecto curioso ya que el buen cine no recoge clichés, los crea. Asociamos a Francia imágenes salidas del cine de Godard, de Rohmer o incluso de Jean Renoir, Japón se puede ver representado en nuestra mente por los samuráis de Kurosawa o los cuentos fantásticos de Ozu pero las películas españolas reflejan clichés consolidados y, por consiguiente, ya anquilosados. Así parece que no hemos salido aún de la españolada aunque quizás la hayamos maquillado un poco.

Los problemas del cine español no se limitan a esto, el destino de los fondos públicos, el nepotismo unido al miedo de estas sagas familiares y grupos de amigos a perder el monopolio, así como la situación económica, imposibilitan la creación de una industria del cine en el estado español forzando a muchos técnicos y realizadores a emigrar. Sin embargo, creo que esto es fruto de la lógica que persigue a esta etiqueta y como estos grupos han intentado llenarla de contenido y hacerla operativa para intereses particulares y políticos.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Los Viajes de Sulivan: Una comedia americana


Sullivan’s travels (USA, 1941)


Año: 1941

País: USA

Duración: 90 mins.

Director: Preston Sturges

Guión: Preston Sturges

Reparto: Joel MacRea (Sullivan), Veronica Lake.

Sinopsis: John L. Sullivan un reconocido director de acción desea rodar una película que refleje el sufrimiento de los más pobres, alejándose del cine de entretenimiento que le había dado fama. Decide iniciar un viaje por el país como un vagabundo para conocer la situación de los desheredados. Sus primeros intentos fracasan hasta que conoce a una actriz que decide seguirle. En un momento dado es asaltado y dejado inconsciente en un vagón de tren que se dirige al sur, allí es encarcelado por atacar al operario de ferrocarriles que le encuentra y condenado a trabajos forzados. Así conocerá el verdadero sufrimiento y tendrá una revelación que le hará cambiar sus ideas sobre el cine.

Preston Sturges es un director un tanto olvidado. Marginado quizá por la fama de los genios de la comedia clásica como Lubitsch o, posteriormente, Billy Wilder. Sin embargo fue capaz de realizar una de las mejores y más inteligentes comedias de todos los tiempos, una comedia que ninguno de los ilustres exiliados europeos habría sido capaz de realizar.

Los viajes de Sullivan es una gran comedia y una comedia eminentemente americana, no sólo por los escenarios en que se filma sino por el mensaje final de la misma. En su recorrido por los Estados Unidos Sullivan visita lugares que serán tópicos de la cinematografía de aquel país: la carretera (puede ser considerara una Road Movie) y sus bares, los vagabundos del ferrocarril, los campos de trabajos forzados, las iglesias negras sureñas y muchos otros. Pero el aspecto más interesante es su idea del cine.

Para comprender esa idea es importante situarse en el contexto cultural de un país que comienza a salir de la Gran Depresión que ha poblado todo el territorio de vagabundos, mendigos y desempleados. El sistema de los grandes estudios de Hollywood hizo poco caso del aspecto tenebroso de esa realidad (con muy honrosas excepciones como Chaplin o los primeros films americanos de Fritz Lang) centrándose en producir cine de género, una maniobra que sería considerada conservadora por parte de la intelectualidad americana. Es esta tendencia al cine de entretenimiento la que Sturges defenderá en su magistral comedia.

Lo que Sullivan descubre en su viaje tiene mucho que ver con la naturaleza humana, con una necesidad del hombre que ha sido muchas veces soslayada, su necesidad de entretenimiento, de distracción. Esto es lo que Sullivan encontrará en una de las mejores escenas de la historia del cine; descubrirá, por decirlo así, su función en esta vida. Sullivan se dará cuenta a la vez la fatuidad de los acomodados directores de cine que pretenden mostrar una realidad que desconocen a aquellos que viven en ella y la necesidad que los más miserables tienen de olvidar, aunque sea temporalmente, su situación en el mundo.

En un momento de su condena a trabajos forzados Sullivan y los demás presos son llevados a una iglesia donde, tras asistir a los oficios, se proyectará una película. Sturges filma la entrada de los presos en la iglesia, localizada junto a un brumoso pantano, con la solemne banda sonora del espiritual Go down Moses cantada por los negros, tras acabar el canto se apagan las luces y se proyecta una película de Pluto. Sullivan asiste a la algarabía que los presos y los trabajadores negros organizan al verla y es ahí cuando comprende que el cine es uno de los pocos consuelos que éstos encuentran en sus vidas.

El mensaje de Sturges no es en absoluto frívolo y superficial. Muestra la banalidad que rodea a los intelectuales que se creen paladines de la moral, ironiza sobre el papel de los medios de comunicación (el seguimiento periodístico de la primera parte de su viaje donde va cómicamente seguido por un autobús), muestra descarnadamente la experiencia de lo real que Sullivan finalmente encuentra, busca el realismo en sus diálogos y en sus personajes, busca al menos una verosimilitud necesaria para toda gran película en tanto que habla de lo que importa al ser humano, pero no cae en la pretensión de contar la verdad o describir la realidad sino que crea, por así decirlo, una que no sólo entretiene sino que hace pensar.

Sería estúpido decir que Sturges aboga por un cine de entretenimiento vacío como el que se produce masivamente en Hollywood hoy en día con el único objeto de vencer en la carrera por las cada vez más exiguas taquillas, o creer que condena el cine social. Todo esto es algo que la propia película descarta en tanto que su principal motivación surge de una profunda sensibilidad por la situación que le rodea y sobre la cual sin duda es una brillante reflexión. Lo que Sturges rechaza es la peligrosa vacuidad del que se cree en posesión de la verdad y en esto el tiempo, sin duda, le dará la razón.

Si comparamos la calidad del cine de género y de entretenimiento que se produjo durante los años 30 y hasta la intervención de los Estados Unidos en la segunda guerra mundial con el cursi e irreal realismo socialista que defendía la jerarquía soviética podemos hacernos una idea de por qué los primeros vencieron la Guerra Fría. La preocupación por el bienestar del ciudadano demostró ser más efectiva que el sacrificio por un estado abstracto. No se trata de situar la película en un bando de la contienda y, simplemente, hacer apología del mismo, está claro que este sistema de bienestar y consumo tenía y tiene graves problemas (y es su lógica centrada en el beneficio económico la que ha llevado al cine a la situación en que hoy en día se encuentra), pero sí mostrar que esa preocupación por el entretenimiento es la que ha permitido a los americanos marcar de forma indeleble el mundo occidental y cualquier cinéfilo (y cualquier persona culta en general) debe admitir que algo bueno tendría.